Prefacio

Mayores y jóvenes acordaron, en una decisión voluntaria de personas libres, que lo último a perder, de manera simultánea e inseparable con la vida, sería la dignidad.

    Las noticias que dieron pie a esa determinación formidable habían llovido sobre mojado; sin embargo y pese a lo enfangado del terreno, a la turbiedad del panorama, a lo amenazador del ambiente, hubo marchamos de asombro y recelos trenzados de dudas en aquella concurrencia antes de poner el punto final. Estaban hartos de sufrir acosos, falsedades y arbitrariedad y de confiar en una solución que no llegaba, que ni siquiera asomaba más que en la imaginación, en el deseo y en la inefable esperanza. Por tales motivos, el aguante, la confianza y el desespero sanador rompieron a impulsos en un escalado de actuación, cuyas distinciones al cabo coincidieron en cancelar la tradición de ofrecer la otra mejilla y el perfil siniestro, de la cesión metódica hasta que el mínimo sea el todo cuanto queda, de la paciente espera del rescate milagroso y del prodigio liberador, de la confianza ciega en un mañana de higiene renovadora y liberalidad copiosa. El pacto consuetudinario expiró, solemnizado en deceso que el obituario registra con caligrafía esmerada, por causa natural: mejor apartarse racionalmente del engaño, del embuste propio tanto como del embeleco ajeno; mejor atenerse a las consecuencias previsibles que deslizarse en decúbitos o arrastrarse en genuflexión o ceñir el hábito compresor del servilismo. Ese día de toques a rebato ondeó concertada la enseña de las cosas celestes y lejanas tras el arriado de la doctrina banderiza de las cosas terrenas y próximas, cercadas. Ese día memorable sonó la marcha del adiós a imposiciones y sumisiones venidas en secuencia y por orden de palacios, fortines y cancillerías en distribución estratégica publicitada por varios imperios mediáticos; esa jornada de paso adelante patrocinó las exequias del conformismo mientras reivindicaba el izado de la protesta estable, concisa e irreductible. A lo largo de cualquier vida que cumpla los años suficientes para la comparación hay tiempo de cosechar difamaciones, injurias y calumnias por ser quien uno es, si le preside el valor de una moral a prueba de corrupción y una ética a prueba de compras, y no permite que le dobleguen la actitud ni le inviertan los principios, hay tiempo de sobra para esa floración maldita que acaba pudriendo al que no sabe o no quiere alejarse de la podredumbre. Cansados de ser elementos de la masa cebada, amorfa por sus limitaciones, los discordantes, elogiosamente bautizados a sí mismos como disidentes, levaron anclas, abordaron la corriente vital y batiéndose en duelo a muerte con las parcas y furias, los basiliscos y arpías, en homenaje al clásico así dibujados los enemigos, y bebiendo del antídoto que anula el tóxico y respirando el aire opuesto al del laboratorio de ensayo, resumiendo el proceso salieron en busca de la vida que alegra y alienta, la vida que permite.

    La cola para entrar en el Recinto de las Demandas era notoria desde varios ángulos. El disimulo de estas rogativas entreveradas de eclecticismo ya no presidía el flujo petitorio iniciado años y décadas atrás en los templos de oración y asimismo en los foros de debate. Las puertas del templo, gastadas por el tráfico y la desidia a partes iguales, se abrían y cerraban con el principio y el final de cada episodio, ignorando a fuerza de costumbre la catalogación de los protagonistas y sus respectivos guiones. Las expresiones de los circulantes hablaban por sí solas, como se aprecia en los cuadros, se distingue en las fotografías y se corrobora en las películas, cartelería y guiones en invitación al patetismo las menos por falta de crédito en un espectador descreído y echado a la indiferencia quizá por necesidad: una abstracción bien traída supone una victoria en la batalla contra la adversidad. Probablemente en sentido figurado, esas puertas en alternancia de apertura y cierre aislaban la vida de la muerte; de ahí que, en un plano especulativo, la tribulación conviviera entonces con un sinónimo del consuelo, y pesadumbre y ansias con uno de la expectativa favorable a la que dentro resultaba sencillo agarrarse. Los sonidos y las imágenes correspondían a sus autores en la medida que todos eran uno y uno, animosamente, la síntesis del resto. La memoria, por su libérrima e individual parte en un lugar sin interferencias, orquestaba las voces solistas hacia una armoniosa competencia; tarea descriptiblemente costosa y de riesgo, no obstante coadyuvada por la pretensión de forjar una alianza con cierto augurio rápida y fervorosamente acogido. Dónde si no allí y en comandita obrar el milagro de revertir lo sospechado irreversible; qué otro escenario más apropiado para inclinar la balanza del lado opuesto a la penalidad. Con la fortaleza de la unión crecía la seguridad en el acierto, aun sin estar escrita la proclama ni entregada a la firma, ni trazado el camino ni repartidas las misiones, ni fijado un plan que abordara con recursos fiables las contingencias. Paciencia, las cosas importantes exigen unos plazos rigurosos para su ejecución, corría ágil el anuncio. Todavía más deprisa, comparable al vuelo, el del siguiente turno.

    Otra dificultad añadida e insoslayable consistía en dirigir el foco de la paja al grano. No bastaba el apoyo de la intuición en ese trabajo arduo, por fama que precediera al acreditado, para inscribir con atino a los escogidos tras el descarte. En una fase preliminar la criba osciló entre aspirantes de signo fatuo, engreídos por su avizor, y aquellos de signo prudente, excedidos en su llaneza hasta un límite pernicioso; una competición entre gayos, obstinadamente resueltos al obrar, y apocados, tendidos al retraimiento también en instantes cruciales, con mucho a dilucidar por el mecanismo de preguntas cortas y directas surgidas de prolongadas reflexiones en la esfera fiscal aportadas al concluir las averiguaciones para el dictamen de la magistratura electa, única y firme. Anhelos y suposiciones barajadas trajeron a colación las divergencias que impedirían la convivencia en periodo turbulento, como de hecho la práctica demostraba; después contendieron las asiduidades y logros en el terreno de la audacia, y sin solución de continuidad porfiaron en oferta y demanda las transacciones de los dubitativos muy semejantes a las componendas en la interpretación de los metidos en harina. Fueron a ojos vista unas escenificaciones de complemento urdidas ante los cedaceros investidos de jurado, previamente aceptadas con independencia de su posterior utilidad para la criba, puesto que sin materia prima el producto resultante carecería de valor; era imprescindible que llegado el momento las maneras enlazaran con las capacidades.

     Abstraerse de una realidad opresora con propósito de superar cualesquiera de las hostilidades y padecimientos era una cláusula de incorporación. El documento creado por los comunicadores de la corriente vertiginosa presentaba a estudio de los requirentes la suscripción al mérito, en sus diversos ámbitos, y al esfuerzo, en su acepción básica. No en vano, en el alfabeto clave destellaba la palabra elegir como un concepto absoluto: en el principio fue el Verbo y ahora la Palabra. No era baladí el que los altavoces que vertían consignas y distracciones eludieran el concepto para tergiversar la palabra y que ni aquél ni ésta acabaran significando nada en los oídos ni en la boca al callar la megafonía del aparato con sus periódicas necedades, con sus recurrentes amenazas, con sus proclamas de cataclismos y oscuridad, que al cegado no espanta, que al ensordecido por la estridencia trae al pairo y al envidioso agrada imaginando su voraz miseria exportada con saña al prójimo reluctante. Qué simple es con aturdimientos manejar a los colectivizados; la cuestión era embotar los sentidos con ruido y humo e intimidarlos con el miedo y la mentira. Así de fácil expande y contagia la recua de histriones esa mandada estrategia de la vocería.

    El silencio de la propaganda era sólo una pausa en el fragor de la contienda por ganar adeptos de inquebrantable adhesión y cuota de pantallas. Nadie avisado caería en el engaño, la trampa más vieja ideada por los humanos, si rememoraba la experiencia; los utopistas eran lo único real en la cacareada utopía, la quimera del advenimiento terminante de una arcadia feliz, porque los episodios anteriores, fielmente documentados en fechas y ejecuciones y en consecuencia imposibles de obviar, apenas recibían por sus continuadores, lavándose las manos y sacudiéndose las esquirlas de la polvareda teatreramente, el epíteto de vagas probaturas o experimentos de rodaje con fortuna dispar: lo bueno iba a venir pronto, asunto zanjado. Nueva andanada con la reapertura de la ficción ahormada por la tecnología: el futuro se palpa, el mañana se conquista; el control de los individuos es un anhelo antiguo como el mundo. La utopía es un lugar inexistente donde moran los utópicos dedicados a la venta de parcelas a cambio de la libertad, que siempre es individual, de la iniciativa personal y de la memoria, además de ceder la titularidad de una propiedad intangible; en otra época a este acuerdo se le conocía por vender el alma al diablo con desenlace trágico. La paradoja de esta compraventa grosera radicaba en que al afán egoísta de saciar apetencias y caprichos se vinculaba el modo artero de obrar modelando una secuencia de planos obscenos, y luego cobrar a segundones y secundarios por el visionado de sus concernientes papelones; quizá alguno alegara lo de que sarna con gusto no pica, y quizá alguno, por llevar la contraria incluso a un aliado, dijera que escuece. Un negocio redondo para los promotores de la fábula, lucrativo, perpetuo, ausente de reclamaciones y de gestión elemental.

Les asombraba por incomprensible el encumbramiento de la anomalía en el mundo que habitaban. Esa toma en efugio del poder había sido progresiva, sin encontrar trabas los comisarios de la verdad en su desarrollo sibilino. Analizado en perspectiva el fenómeno, ocurrió en un tránsito planificado con décadas de antelación que dispuso como factor decisivo el prolongado sopor de una sociedad antaño civilizadora, arrebujada en su comodidad; una somnolencia de origen inducido exceptuada de sueños aptos para la referencia y un despertar curativo.

    De guardia en los observatorios tuvieron la sensación, y no era para menos, de que algo extraordinariamente negativo sucedía en el mundo ocupado por los progs. La definición de su ideología e inherente proceder la fue esparciendo el sistema mediático de la casta de los progs, su punta de lanza y telón de fondo recíprocamente, objetivo a objetivo alcanzado hasta convertirse en dueña de la voluntad y el destino de los apáticos subordinados e indolentes subalternos: una victoria rotunda y pregonada incruenta en un convulso presente desenraizado de la historia y con la máxima de que el fin propio justifica los medios propios, en sarcasmo omitida por aquello de guardar las apariencias.

    Los atónitos vigías del proceso comprobaban que el mundo asistía hipnotizado a una representación muy convincente, gozoso cabía pensar de la dulce parálisis inoculada por etapas. Un silencio auspiciado por voces orientadoras, músicas de adormecimiento y bailes catárticos flotaba sobre las cárceles faltas de puertas y ventanas del mundo prog. Según el color del cristal con que se mirara, el dominio social era un espectáculo. Mezclados los adoradores de la deidad impuesta con los sometidos en trance de difuminar su conciencia, actuaban y dejaban de actuar mecánicamente, perezosos en el discurrir de las jornadas, adormilados porque mandaba el sueño director y el mundo conforme pertenecía a su amo. Tan solo la humanidad desazonada mantuvo la vigilia y los sonidos protestantes en el envoltorio prog, un mundo de aliento entrecortado a merced de las informaciones suministradas, mucha alarma en juego al despiste: la insubordinación de los opositores, tildados como la esfera indócil cual la lindeza menos agresiva, acarrearía el caos, la guerra devastadora, la abolición del bienestar, la contaminación del paraíso, el enfrentamiento cainita, el regreso al pretérito imperfecto, los intereses excitados de la carcunda enemiga, la asolación del bello sueño y las demoliciones sindicadas.

    Desde la altura protectora, los observadores confiaban en que la naturaleza de las individualidades, por su condición institutora, lograra rebelarse y con su empuje el mundo se sacudiera la modorra y abominara del vasallaje que impide ser y conocer. Trasladado el informe al debate público, su lectura sentenciaba que ya no importaban los hechos, las ilustraciones o los documentos, sino el relato de la portavocía oficializada y admitida como tal, siendo aprendido el olvido de lo personal y de lo común en los centros escolares y en las convivencias administrativamente organizadas, sucesivas en los periodos distorsionadores que apenas mantienen unos nombres que enseguida el lenguaje exclusivo de imperativos y consignas tiende a suprimir, igual que acaece a las precisiones y culmina con el repudio a la cronología, la certidumbre y la historia, proliferando los mensajes seductivos hacia la ignorancia obediente, la trivialidad y los aspectos frívolos que inequívocamente desembocan en el acatamiento a la versión canalizada; que el índice de corrupción desbordaba al más generoso de los recipientes, y los había inmensos en el más puro estilo de las tragaderas sin otro horizonte que el aquí y ahora; que la ideología sin retribución oscilaba entre la retórica y la monserga, el dinero atraía la sobreactuación del mercenario; que la altisonante declaración para la nueva humanidad era un decreto despótico anulando la esencia y la trascendencia de la persona; y que nada o nadie ajeno al respeto podía gozar de estima ni consideración. Una serie de encuestas a la carta jalonaba la senda al redil espolvoreada de propaganda incitante.

    Del otro lado, la memoria insistía en lo sustancial.