La novela picaresca

Modalidad narrativa aparecida en España durante el Siglo de Oro, la novela picaresca es uno de los géneros más representativos, genuinos y populares de la literatura española.

    En contacto con las derivaciones de la novela clásica latina, cuyo ejemplo es El asno de oro, de Apuleyo, y recogiendo parte de la herencia de la facecia (relato irónico con donaire) medieval, con los ejemplos del Libro del buen amor, del Arcipreste de Hita, El corbacho, del Arcipreste de Talavera y La Celestina, de Fernando de Rojas, nace en España la novela picaresca.

    La voluntaria manifestación en un documento literario y sociológico de la vida española en la época que se narra origina y desarrolla en España la novela picaresca.

    Se considera la obra inaugural de la novela picaresca La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, publicaba en Burgos anónimamente en 1554. En ella el punto de vista del protagonista, que a su vez es el narrador en primera persona, encauza la novela y se identifica con el personaje central, el pícaro, en su azaroso periplo de marginalidad y astucia como vagabundo y servidor de amos sucesivos. No sólo inaugura El Lazarillo de Tormes el novedoso género narrativo, convertido en una de las mejores, o la mejor, novela picaresca, sino que también es la obra paradigma del género picaresco.

    La novela picaresca muestra el esquema habitual de los libros de caballería: nacimiento, crianza, aventuras y regreso, pero este viaje lo realiza de manera antagónica; la novela picaresca es la antítesis de la novela de caballería y un modo irónico y crítico de desmitificarlos. Aunque la novela picaresca no constituye un género claramente delimitado como la novela pastoril o la sentimental; las diferencias de forma y de invención son grandes.

    Hablar de un tema picaresco único es erróneo, pues difiere el propósito al escribir de Francisco de Quevedo y el de Mateo Alemán, pese a que ambos la elevan a su máxima aceptación popular. El género picaresco se asienta con Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, aparecida su primera parte en 1599, obra en que la ficción autobiográfica se convierte en el itinerario confesión, plagado de digresiones éticas, morales, filosóficas y religiosas, de un delincuente llamado Guzmanillo. Hasta su contrición y salvación final. Esta es la novela que dio nombre al género al conocerse con el título abreviado de El Pícaro.

    Pero será la Historia del buscón llamado don Pablos, publicada en Zaragoza el año 1626, aunque escrita entre 1604 y 1606 por Francisco de Quevedo, donde la estructura autobiográfica cede en importancia ante la brillantez del lenguaje.

    Consolidada como género literario desde principios del siglo XVI, en el XVII sirve con creces a autores de diferente orientación por su capacidad de aunar materiales novelísticos de variada procedencia. Así, entre otros títulos y continuadores de las obras maestras citadas, destacan: La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda (1605); La hija de la Celestina (1612), de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo; La vida del escudero Marcos de Obregón (1618), de Vicente Espinel, autobiografía moralizante; Alonso, mozo de muchos amos (1624), de Jerónimo de Alcalá; La desordenada codicia de los bienes ajenos (1631) y Aventuras del bachiller Trapaza (1637), de Alonso de Castillo Solórzano, ingeniosas supercherías; y El siglo pitagórico (1644), de Antonio Enríquez Gómez, sátira.

    Finalizando el Siglo de Oro la novela picaresca fue decayendo como género creativo en manos de autores de segunda fila que repiten sin originalidad ni gracia las glorias pasadas. De hecho, a mediados del siglo XVII la novela picaresca derivó hacia la novela de aventuras o cuadros de costumbres.

Este género picaresco genuinamente español hizo fortuna en el extranjero, gozando de enorme fama en novelas que lo imitaron cual Gil Blas de Santillana, de Alain-René Lesage, escrita entre 1715 y 1735, y traducida por el padre Isla, o Moll Flanders, de Daniel Defoe, publicada en 1722.

Artículos complementarios

    La lengua en el Siglo de Oro

    Miguel de Cervantes

    Francisco de Quevedo

    María de Zayas

    Lo que el mundo debe a España

San Dámaso I papa

A san Dámaso I, elegido papa en el año 366, con un pontificado de dieciocho años de duración, lo recuerdan sus mandatos, decretales, obras escritas y testigos de entidad como san Jerónimo, a la sazón su secretario.

San Dámaso I

Imagen de espanaenlahistoria.org   

Nacido en el Noroeste de la península Ibérica hacia los años 304 ó 305, recorrió un camino de sacerdocio hasta culminar en el papado. En 355 era uno de los siete diáconos de Roma, año en el que el papa Liberio fue desterrado de Roma a Berea de Tracia por orden del emperador Constancio, que profesaba el arrianismo. Dámaso juró fidelidad a Liberio mientras viviera, se le unió temporalmente en el destierro y una vez finalizado, con el regreso de Liberio, éste le nombró primer diácono de Roma.

    A la muerte de Liberio el año 366, Dámaso fue elegido papa, consagrado por el obispo de Ostia. Pero los partidarios de Ursino, aspirante al trono de san Pedro, lo nombraron también papa, suceso que propició un cisma sangriento que obligó a la intervención de Juvencio avalando la legitimidad de Dámaso.

El pontificado de Dámaso I (366-384) tuvo que sofocar los brotes heréticos, o desviaciones heterodoxas, del apolinarismo, el priscilianismo y el arrianismo.

    Participó en tres concilios: Concilio romano en 377, de Zaragoza en 380 y I de Constantinopla en 381; en ellos afianzó la universalidad de la Iglesia romana sobre las demás.

    Promulgó disposiciones que velaran por la imagen adecuada que debía dar el clero, incluyendo novedades en la liturgia. Persona de cultura dejó un importante legado escrito en el que destaca la Epigramática, poemario dedicado a santos y mártires; las inscripciones sacramentales, con valor de dogma, y sepulcrales de su autoría para honrar a los difuntos; y una colección de veinticuatro cánones, denominada Tomo de Dámaso, enviada a Paulino, obispo de Antioquía, en los que se anatematizan las herejías trinitarias y cristológicas.

    Según la tradición, Dámaso I introdujo en las oraciones de los católicos el texto: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén».

    Sabiamente eligió Dámaso como su secretario a san Jerónimo (Jerónimo de Estridón) en 382, profundo conocedor de la liturgia y las Sagradas Escrituras, a quien encargó la traducción de la Biblia en hebreo y griego al latín, lengua vulgar entonces, pasando a la historia de la Iglesia Católica con el nombre de Vulgata y una vigencia de quince siglos.

Declarado patrón de la Arqueología cristiana por el papa Pío XI el año 1923, a Dámaso I se le reconocía su ingente labor de adecentamiento y memoria de los cementerios y sepulcros. Asimismo, impulsó la construcción de basílicas y baptisterios y consiguió establecer como máxima autoridad entre los obispos al de Roma.

    Su imagen es frecuente en las representaciones artísticas religiosas del catolicismo, con especial relevancia su retrato en la Capilla Sixtina, pintado por Domenico Ghirlandaio, y en la sala de Constantino del Vaticano, obra de Giulio Romano.

    Citamos por último a su hermana Irene, santa, a quien el propio Dámaso dedicó un epitafio.

Artículos complementarios

    Calixto III

    Alejandro VI

    Benedicto XIII

    San Isidoro de Sevilla

    Santo Domingo de Silos

    Benito Arias Montano

La Compañía de Jesús. San Ignacio de Loyola

Nacido en la guipuzcoana localidad de Azpeitia en 1491. Varón menor de trece hermanos en una familia de la nobleza local. Hacia 1506, huérfano de madre, el Contador Mayor de Castilla, Juan Velázquez de Cuéllar, recibe a Ignacio para formarlo en la Corte.

    Juan Velázquez de Cuéllar era una personalidad que sumaba a su responsabilidad en el ámbito de la Hacienda pública la de consejero de Isabel la Católica y gobernador de Arévalo. Bajo su protección, Ignacio de Loyola se convirtió en un caballero y experto en el uso de armas, un notable estudiante y ducho en el trato cortesano. Se dio en esa época prolongada once años a los asuntos mundanos y a conseguir un lugar propio en el mundo. Desde 1958 se puso al servicio del duque de Nájera y virrey de Navarra, Antonio Manrique de Lara.

    Las misiones que le encomienda a Ignacio son importantes a la par que delicadas: Pacificar la sublevación de Nájera durante la guerra de las Comunidades de Castilla y mediar en los conflictos entre villas guipuzcoanas de su jurisdicción. Ignacio resuelve a satisfacción cuanto le ha sido encomendado. Y entonces, corriendo 1521, le llegó la prueba más dura: la guerra de Navarra. El asedio a que fue sometida la plaza de Pamplona por los agramonteses y el ejército de los francos, obligó a una respuesta contundente al ejército castellano, con la vanguardia formada por soldados guipuzcoanos, participando Ignacio de Loyola que resultó herido.

    Precisamente esa grave herida, que le supuso mucho dolor y una larga convalecencia, condujo a Ignacio a la revelación de su destino. Cuenta en su autobiografía el proceso que le llevó a encontrarse con Dios y desde ese momento dedicarle su vida.

    La meta que se propuso Ignacio de Loyola fue la de convertir a los infieles de Tierra Santa. Empezó su periplo viajando al monasterio de Montserrat, en la provincia de Barcelona, del que sale descalzo y vistiendo andrajos por devoción; de allí se trasladó a Manresa, a pocos kilómetros, para vivir como un ermitaño en la renuncia de una cueva; de esta época son sus Ejercicios espirituales donde expone su manera de amar a Dios y la traza de su afán predicador.

    Acto seguido peregrinó a Roma para luego desplazarse a Jerusalén. Tal es su ardor apostólico que los franciscanos, custodios cristianos de los Santos Lugares, le pidieron que marchara para no seguir enfrentándose a los musulmanes.

    Cumplió el deseo de los franciscanos regresando a Barcelona. Con treinta y tres años decidió estudiar, siendo el mayor de los alumnos en las prestigiosas universidades de Alcalá de Henares y Salamanca; y compaginando actividades, también desarrolló una gran tarea humanitaria en los hospitales en calidad de enfermero y cocinero.

    Dado a la predicación sin disponer de la pertinente licencia, pasó una breve temporada en la cárcel aunque finalmente se le absolvió de culpa. Para cambiar de aires, seguir estudiando y evitar reincidencias desagradables, se trasladó a París en 1528.

    Los cinco años que pasó recibiendo clases en la universidad parisina significaron el origen de la Compañía de Jesús. Figura señera de un grupo de seis: los españoles Diego Laínez (que sucedería a Ignacio de Loyola en la dirección de los jesuitas), Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla y Francisco de Javier (posteriormente san Francisco Javier, el saboyano Pedro Fabro, ya ordenado sacerdote, y el portugués Simón Rodríguez (o Rodrigues). El 15 de agosto de 1534, reunidos en la capilla de Montmartre, consagraron su vida a Dios. Era el origen de la Compañía de Jesús.

    El papa Pablo III aprobó la iniciativa y les concedió permiso para ordenarse sacerdotes. Ignacio de Loyola celebró su primera misa la Nochebuena de 1538, a los cuarenta y siete años de edad.

San Ignacio de Loyola

Imagen de sanctoral.com

La Compañía de Jesús fue aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1540. El primer nombramiento de superior recayó en Ignacio de Loyola.

    En adelante sería labor de los jesuitas enseñar a los niños y a los hombres los mandamientos de Dios desde la obediencia, la pobreza y la castidad, votos tradicionales en los clérigos, y a la orden del Papa en perfecta cohesión jerárquica.

    Ignacio pasó el resto de su vida en Roma dedicado en cuerpo y alma a dirigir la orden que había fundado.

Durante el Concilio de Trento el papel de la Compañía de Jesús fue muy destacado. Pablo III había nombrado como teólogos suyos a los jesuitas Laínez y Salmerón como ariete contra la Reforma protestante. La Contrarreforma se debió en buena medida a la Compañía de Jesús.

Enfermo los últimos años de su vida, y recluido en su celda, Ignacio de Loyola falleció en 1556 habiendo dirigido sin desmayo hasta el final la Compañía de Jesús.

    Fue canonizado en 1622.

Artículos complementarios

    Santa Teresa de Jesús

    San Juan de la Cruz

    San Isidoro de Sevilla

    Santo Domingo de Silos

    San José de Calasanz

La primera escuela pública gratuita de Europa. San José de Calasanz

Sacerdote católico y pedagogo, José de Calasanz Gastón nacido en la oscense localidad de Peralta de la Sal el año 1557, fundó la primera escuela gratuita, popular y cristiana de Europa y la Orden de los Padres Escolapios; asimismo es el patrón de las escuelas públicas cristianas.

José de Calasanz

Imagen de alfayomega.es

Habiendo recibido una esmerada educación de sus padres continuó aprendiendo en el colegio de Peralta. Su siguiente escuela fue la de Estadilla, en la demarcación de Barbastro, también provincia de Huesca. Después estudió Filosofía y Leyes en la capital ilerdense, doctorándose en esta última. Completó su formación académica y humanista con los cursos de Teología impartidos en Valencia y Alcalá de Henares.

    Su vocación sacerdotal había surgido a los catorce años, pero no fue ordenado sacerdote hasta 1583, a la edad de veinticinco. El inicio de su ministerio tuvo lugar en la Diócesis de Albarracín, provincia de Teruel, zona montañosa y aislada que le vio recorrer los caminos y visitar los hogares para llevar la palabra de Dios. Por su buen hacer sacerdotal se le encargó mediar en la disputa de dos familias principales barcelonesas, y tras lograrlo el obispo de Urgel, Andrés Capilla, le nombró su teólogo, confesor y vicario general. Con el obispo marchó a Lérida cuando allí se le destinó, y con el Visitador apostólico, en calidad de secretario, a la abadía de Montserrat. Finalizado el periplo, el obispo de Urgel reclamó a José de Calasanz para que desempeñara la tarea de Vicario general del distrito eclesiástico de Tremp.

    El mismo Andrés Capilla que lo deseaba junto a su lado le aconsejó que se trasladara a Roma; obedeciendo en 1592. En la ciudad eterna tuvo como protector al Cardenal Marcantonio Colonna, de quien José fue teólogo e instructor para su sobrino.

En Roma José se integró en las Cofradías de la Doctrina Cristiana, que eran asociaciones dedicadas a la caridad, y especialmente al cuidado de los niños desamparados y enfermos. Durante este periodo de labor incansable y comprensión del mundo que le rodeaba, José de Calasanz sintió que debía posibilitar una buena y prolongada enseñanza a esas criaturas desvalidas, huérfanas en su mayoría y malviviendo en la calle. Su propuesta de una escuela para los necesitados no obtuvo el beneplácito enseguida. Pasó un tiempo de trabajo e insistencia hasta que en 1597 pudo acondicionar la primera aula en la sacristía de la iglesia de Santa Dorotea, en el barrio romano del Trastévere, gracias a su párroco Antonio Brendani. Había por fin organizado la primera escuela gratuita de Europa. Pocos alumnos acudieron al principio, pero corriendo la noticia de la escuela y la habilidad docente de su principal maestro, con la ayuda de compañeros sacerdotes implicados de lleno en la causa, algunos laicos ofreciendo colaboración de toda clase, incluida la económica, al cabo de dos décadas más de mil quinientos niños disfrutaron de la primera escuela cristiana, popular y gratuita en la iglesia de San Pantaleón.

    El papa Clemente VIII aportó una contribución anual que sirvió de ejemplo para promocionar tan benemérita obra escolapia; porque a sus institutos educativos José los denominó Escuelas Pías, y escolapios a los padres que ejercían la enseñanza y el cuidado con él. Pronto las Escuelas Pías se difundieron por Italia y el resto de Europa.

En 1602 José de Calasanz fundó su congregación religiosa, que además de impartir docencia dedicaba empeño a la atención espiritual y física, por enfermedad y decrepitud, de los necesitados.

    El año 1612 la escuela fue transferida al palacio de Torres junto a San Pantaleone, donde José vivió de la misma manera entregada hasta su fallecimiento en 1648. Beatificado el 7 de agosto de 1748, fue canonizado por el papa Clemente XIII el 16 de julio del 1767.

    El 13 de agosto de 1948 José de Calasanz fue declarado patrono universal de las escuelas cristianas en el mundo por el papa Pío XII.​ La Iglesia católica lo considera el santo patrón de los educadores y maestros, junto con Juan Bautista de la Salle.​

Artículos complementarios

    Santo Domingo de Silos

    San Isidoro de Sevilla

    Santa Teresa de Jesús

    San Juan de la Cruz

    Fray Juan Gilabert Jofré

    Juan Luis Vives

    El rey santo

    San Ignacio de Loyola

Concilio III de Toledo

En el siglo VI dio inicio un proceso político que pretendía establecer y, por ende, fortalecer, las bases del reino visigodo hispano: estabilidad territorial, una monarquía sólida auspiciada por la nobleza y el vínculo con la iglesia hegemónica.

La política religiosa de Leovigildo estaba destinada a la cohesión y a la creación de un solo estamento clerical con inmediata vinculación a la monarquía; pero resultó un fracaso porque la mayoría de los visigodos eran católicos y Leovigildo quiso imponer la doctrina arriana. Atendiendo a lo sucedido, su hijo y sucesor Recaredo procuró evitar los errores siguiendo una línea de signo diferente; aunque sin renunciar a la unidad de confesión propuesta por Leovigildo, dirigida al arrianismo, su camino de unidad se encaminó hacia la religión católica.

    El año 587, a los diez meses de su reinado, Recaredo se convirtió al catolicismo, y ese mismo año, manifestando la celeridad que deseaba imprimir a su política, convocó en Toledo un sínodo de obispos arrianos con el propósito de convertir al pueblo visigodo. La vía elegida por Recaredo fue la persuasión, rechazando las imposiciones violentas; con argumentos convenció al episcopado gótico y acto seguido se produjo la conversión de los magnates, la aristocracia laica toledana, y del pueblo visigodo. Pocas fueron las oposiciones y al cabo vencidas. Recaredo selló en el III Concilio de Toledo la unión entre monarquía e iglesia, configurando una de las llamadas monarquías nacionales surgidas tras la desmembración del Imperio Romano de Occidente. La unión significaba la sacralización del ámbito político y a la vez la secularización de los asuntos religiosos.

Concilio III de Toledo. Códice Vigiliano

Imagen de Biblioteca de El Escorial

El domingo 8 de mayo de 589 registró la jornada de apertura del Concilio III de Toledo. En el concilio se leyó la profesión de fe de Recaredo en la que se adhería al dogma formulado por los cuatro primeros concilios ecuménicos. “Habiendo el mismo rey gloriosísimo, en virtud de la sinceridad de su fe, mandado reunir el concilio de todos los obispos de sus dominios para que se alegraran en el Señor de su conversión y por la de la raza de los godos”. Recaredo aparecía como el promotor de la conversión de los godos, y los padres conciliares lo aclamaron con el título de conquistador de nuevos pueblos para la Iglesia católica. El concilio promulgó cánones de índole disciplinar y administrativa y en su clausura Leandro (san Leandro), obispo de Sevilla, leyó una homilía de acción de gracias.

    Leandro y Eutropio Servitano (san Eutropio), obispo de Valencia, fueron los inspiradores del Concilio III de Toledo, según la Crónica escrita por Juan de Bíclaro, el abad Biclarense; ellos dos promovieron la celebración, para conmemorar la conversión de los visigodos, y organizaron la asamblea. Un hito para la Iglesia universal, en definitiva.

    La recepción de los conversos visigodos fue rápida y cómoda: bastó administrar a los nuevos fieles la confirmación y una bendición o imposición de manos; fue innecesario rebautizarlos. El clero arriano también fue incorporado a la jerarquía católica con el mismo grado que sus miembros tenían, a condiciones de que aceptaran observar las exigencias de la disciplina católica y en particular el celibato. Pero se hizo precisa una nueva colación del sacramento del Orden, puesto que las ordenanzas arrianas quedaron invalidadas. Estas normas se registran en los cánones del Concilio III de Toledo y del Concilio II de Zaragoza, celebrado el año 592.

III Concilio de Toledo. Obra de José Martí y Monsó en 1862.

Imagen de Museo del Prado   

El más famoso canon probablemente sea el número XVIII, por cuanto ejemplifica la nueva situación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; en él se dictamina la reunión anual del concilio y establece, entre otros capítulos, que jueces y recaudadores del fisco formen parte del concilio. Las rúbricas de los setenta y dos obispos, o de los vicarios que los representaban, determinan la fijación de los castigos por el incumplimiento de las prescripciones.

Artículos complementarios

    Origen de la entidad política nacional de España

    San Isidoro de Sevilla

    Liber Iudiciorum

    Alfonso X el Sabio

    Escuela de Traductores de Toledo